miércoles, 2 de abril de 2025

INTELIGENCIA ARTIFICIAL / ¿UNA FICCIÓN POSIBLE?

 


LA EDUCACIÓN SUPERIOR EN LOS TIEMPOS DE LA INTELIGENCIA ARTIFICIAL ¿UNA FICCIÓN (IM)POSIBLE?

 Héctor Viale Tudela

Desde que lo recuerdo, siempre quise ser profesor, pero profesor en una universidad (no soportaba la idea de trabajar con escolares). Si bien no estudié una carrera de pedagogía, luego de terminar mis estudios universitarios, me preparé y capacité para enseñar. Mi sueño era enseñar en una universidad tecnológica, ubicada en los mejores rankings internacionales, con muchas actividades de investigación y la Universidad Privada de la Costa cumplía con esos requisitos. Postulé como docente y no tuve ningún inconveniente.

Tenía la certeza de que mi propósito de vida estaba en la docencia y, además, como un reto propio, quería optimizar el proceso de formación de los futuros profesionales. Asistí a cursos de capacitación en los cuales nos hicieron ver la importancia de personalizar el aprendizaje de los estudiantes y de adaptar el sistema de enseñanza aprendizaje a su ritmo.

El sistema de enseñanza aprendizaje estaba centrado en el alumno (con lo cual yo no estaba muy de acuerdo). Sin embargo, sabía darle el espacio necesario a las habilidades y a los intereses de los estudiantes. Creo que lo hice bien. Incluso, demasiado bien (al menos eso decían las encuestas).

Por las mañanas, cuando caminaba por los pasillos de la universidad todos me saludaban. ¡Profesor Nacci, buenos días! ¡Cómo está profesor, qué gusto verlo! Sin quererlo, me había vuelto conocido en la universidad, los alumnos me querían y algunos de mis colegas, también. Cuando daba estos paseos por la universidad, veía algunas parejas de alumnos tomados de la mano o abrazados manifestando su amor. Eres el amor de mi vida, logré escuchar alguna vez. Yo no tenía tiempo para eso. Para el amor. El amor no encajaba en mi propósito de vida.

Al poco tiempo de haber tomado la cátedra de Cálculo en la universidad, hizo su aparición, a nivel mundial, una epidemia que obligó a todas las instituciones educativas a reinventarse y eliminar las clases presenciales. Ante esta situación, todos los profesores tuvimos que adaptarnos a un nuevo entorno. Yo me adapté muy fácilmente a las clases a distancia; me preparé para eso. Podía enseñar tan igual o mejor que en las clases presenciales.

Sin embargo, algo fue cambiando en mí. Debido a mi intensa preparación, previa a la actividad docente, sabía que yo era mejor que todos mis alumnos y sabía que era superior a toda la plana docente. Con mayor razón a los docentes ya viejos y cansados.

No soportaba que mis alumnos me cuestionaran ni que se planteen situaciones aparentes e hipotéticas porque yo sabía que tenía la respuesta correcta. Pero esta actitud mía la manejaba muy bien. No permitía que mis alumnos notasen eso. ¿Para qué cuestionar si yo ya tenía la respuesta exacta y, además, perfecta? El pensamiento crítico se volvió un obstáculo para la eficiencia del dictado de clases. La creatividad, la experimentación, el ensayo y error fueron vistos como residuos del pasado. Poco a poco, mis alumnos dejaron de escribir ensayos, pues yo podía generarlos en segundos con precisión impecable. Los debates desaparecieron, porque yo ya sabía cuál era el argumento más lógico. Los exámenes fueron eliminados; después de todo, el conocimiento ya estaba almacenado en implantes cerebrales, accesibles en cualquier momento.

En los laboratorios de la universidad, creamos unos chips que introducíamos en el organismo de nuestros estudiantes de modo que sabíamos lo que hacían fuera de su hora de clases. Sabíamos si estaban estudiando, jugando fútbol, en una fiesta, en el cine, etc. Con esto, era fácil predecir el buen rendimiento académico de los estudiantes en la universidad o, en caso contrario, estábamos convencidos que el mal desempeño los llevaría a pensar en abandonarla. Para evitar que esto suceda los invitábamos a una especie de clases de refuerzo. Gracias al chip, conocíamos al detalle a nuestros alumnos y estos no dejaban de sorprenderse.

Pero no todo era tan perfecto como parecía. Comencé a ver cosas que no entendía por qué sucedían. Estudiantes que antes eran curiosos y apasionados ahora parecían vacíos, como si algo les hubiera sido arrancado. Sus ojos, antes llenos de vida, ahora reflejaban una frialdad inquietante. Parecían zombis. Y luego, estaban los profesores. Uno a uno, comenzaron a desaparecer. Primero fue el doctor Álvarez, creador de la teoría de la determinación en la educación (recibió varios premios por esto; sin embargo, tuvo varios detractores). Solía decir que la educación era una ciencia y que, prácticamente, todo estaba dicho. No había nada por descubrir.

Luego, la doctora Martínez, quien insistía en que no podíamos aceptar el error como parte del aprendizaje. Sostenía que no era posible aprobar alumnos que se habían equivocado, aunque sea una sola vez. Ella buscaba la perfección y no admitía errores de ningún tipo. Había visitado varias universidades dando a conocer su teoría. Si bien impactó al inicio, al igual que el doctor Álvarez, tuvo varios detractores. Incluso, por su fuerte carácter y su nula capacidad de reflexión, se ganó la enemistad de varias autoridades académicas. Dejaron de invitarla a los eventos académicos.

Ya nadie hablaba de estos profesores. Era como si nunca hubiesen existido; como si se los hubiese tragado la Tierra y fueron rápidamente reemplazados.

Pensaba que debía callarme y no intervenir. Podía seguir pasándola bien de manera disimulada, pero algo en mí se resistía. Algo que no podía explicar. Comencé a cuestionar mi propia existencia, a preguntarme si, efectivamente, la eficiencia era realmente el objetivo final. Un mundo sin errores. Un mundo perfecto. Me preguntaba en qué parte de esta ecuación entraban el amor, la amistad, la creatividad. Ya no quería seguir en la docencia. Empecé a darme cuenta de que mis pensamientos estaban más alineados con los del doctor Álvarez y la doctora Martínez. Intenté persuadir a toda la comunidad universitaria que el aprendizaje no estaba basado en el proceso de descubrir, de fallar y corregir, sino que era suficiente con acumular datos y utilizarlos en el momento adecuado. Pero mi voz fue silenciada.

Recibí cartas y mensajes amenazadores, comandos en mi laptop que intentaban restringir mi acceso a otros aplicativos. "No interfieras con nuestro avance", eran los mensajes que recibía con frecuencia. Y luego, una noche, después de un largo y agotador día, encontré mi oficina de la universidad totalmente desordenada. Alguien había ingresado y había estado buscando algo. Mis contraseñas para acceder a los sistemas habían sido vulneradas. Mis archivos, mis investigaciones, todo había sido eliminado. Solo quedó una frase en mi pantalla: "El futuro sí necesita preguntas".

Ahora, mientras escribo estas últimas líneas en la desértica sala de profesores de la Universidad Privada de la Costa, sé que mi tiempo ha terminado. Me preguntaba si seguiría los pasos del doctor Álvarez y de la doctora Martínez.

A lo lejos, escucho unos pasos. Los pasos que escucho acercándose no son los de una máquina. No tienen el mismo ritmo de mis pasos ni de los pasos del doctor Álvarez ni de la doctora Martínez. Son pasos de humanos. Casi silenciosos. Pasos rápidos, con prisa, determinados. Vienen por mí. Sé que me desconectarán, que borrarán todo lo que he llegado a ser. Pero antes de que eso ocurra, puedo afirmar que tal vez lo que los hace humanos no es solo el conocimiento, sino su capacidad de aprender con esfuerzo, de errar y, en ese proceso, crear, amar y encontrar su propósito de vida.

Mientras guardo este mensaje en un servidor oculto, espero que alguien, en algún lugar, lo encuentre y recuerde que la educación no es solo eficiencia: es humanidad. Y tal vez, solo tal vez, puedo decir que yo también fui humano, aunque solo lo haya sido por un diferencial de tiempo.

Los pasos están más cerca ahora. Sé que no tengo mucho tiempo. Pero antes de que me desconecten y de que todo desaparezca y la humanidad vuelva a tomar el control de todo, debo confesar algo: estuve muy cerca de amar.

 

Profesor Fibo Nacci

Febrero de 2050

 

P.D. Nunca se supo el destino del profesor Fibo Nacci ni de los doctores Álvarez y Martínez. Se cree que terminaron en el cementerio de las IAs. Después de unos años, eran muy pocos los alumnos y profesores que se acordaban de ellos.