Esta es una historia de esas que a uno lo obligan a reflexionar y que lo llevan a decir cómo no se me ocurrió a mí interpretarla de esa manera. Es más, esta historia tiene infinitas interpretaciones. Esta que vamos a leer no es la primera ni la última. Es, simplemente, una de aquellas.
La historia no es mía.
La escuché alguna vez hace varios años cuando estudiaba en la universidad pero, al contárselas, la estoy haciendo
mía. La interpretación al final de la historia sí es propia.
Un hombre caminaba
perdido por los valles de la costa. Solo sabía que si seguía caminando
siguiendo la corriente del río llegaría a algún poblado. Su temor era que no
sabía qué tan cerca estaba el poblado más próximo. A pesar del cansancio que lo
agobiaba, su instinto de supervivencia lo mantenía de pie. Sus pies hinchados, el
rostro quemado por el sol y su respiración jadeante hacían ver que llevaba
varias horas caminando. Mientras caminaba, maldecía el haberle hecho caso a sus
amigos. Qué bien estaría en estos momentos en su casa, disfrutando de las
comodidades de su hogar, en vez de estar sufriendo de esta manera. En el
accidente había perdido todo: el auto, los víveres, etcétera. Estaba absorto en
estos pensamientos cuando, a lo lejos, divisó a un anciano campesino que
cosechaba algunos tubérculos para llevárselos a su casa. El hombre de nuestra
historia se acercó al campesino y, luego de saludarlo de mala manera, le
preguntó cuánto se demoraría en llegar al pueblo más cercano. El campesino ni
se inmutó. No levantó la vista, no le contestó y siguió trabajando en lo suyo.
El hombre, enojado por la actitud del campesino volvió a preguntarle por el
tiempo que se demoraría en llegar al poblado más próximo pero en esta
oportunidad lo hizo en voz alta y casi gruñendo. El campesino tampoco le prestó
atención y siguió en lo suyo. El hombre se dio cuenta que no le arrancaría ni
una palabra al campesino así que refunfuñando, sabe Dios qué cosas, apretó el
paso y siguió, fastidiado, con su caminata. Luego de haberse alejado unos
cuantos pasos, el hombre escuchó, a sus espaldas, la voz del campesino que le
decía que llegaría al pueblo más cercano, aproximadamente, en dos horas. Al
escuchar esto, el hombre de nuestra historia, dio media vuelta, regresó sobre
sus pasos y encaró al campesino preguntándole por qué no le había respondido
cuando inicialmente le había preguntado por el tiempo que se demoraría en
llegar al pueblo más cercano. El campesino, mirándolo fijamente a los ojos, le
respondió que no lo había hecho antes porque tenía que ver a qué velocidad se
alejaba para poder decirle cuánto tiempo se demoraría en llegar al pueblo más
cercano.
Nosotros como
profesores no podemos, ni debemos, preparar nuestra clase si antes no sabemos
con qué velocidad “caminan” nuestros alumnos. Antes, debemos observar sus
habilidades y estilos de aprendizajes para poder orientarlos. Una vez que vemos
la “velocidad con que caminan”, entonces, recién, podemos preparar nuestra
clase.
Monterrico,
agosto de 2013