LA EDUCACIÓN SUPERIOR EN LOS TIEMPOS DE LA INTELIGENCIA
ARTIFICIAL ¿UNA FICCIÓN (IM)POSIBLE?
Desde que lo recuerdo, siempre quise ser profesor, pero profesor en una
universidad (no soportaba la idea de trabajar con escolares). Si bien no
estudié una carrera de pedagogía, luego de terminar mis estudios universitarios,
me preparé y capacité para enseñar. Mi sueño era enseñar en una universidad
tecnológica, ubicada en los mejores rankings internacionales, con muchas
actividades de investigación y la Universidad Privada de la Costa cumplía con esos
requisitos. Postulé como docente y no tuve ningún inconveniente.
Tenía la certeza de que mi propósito de vida estaba en la docencia y,
además, como un reto propio, quería optimizar el proceso de formación de los
futuros profesionales. Asistí a cursos de capacitación en los cuales nos
hicieron ver la importancia de personalizar el aprendizaje de los estudiantes y
de adaptar el sistema de enseñanza aprendizaje a su ritmo.
El sistema de enseñanza aprendizaje estaba centrado en el alumno (con lo
cual yo no estaba muy de acuerdo). Sin embargo, sabía darle el espacio
necesario a las habilidades y a los intereses de los estudiantes. Creo que lo
hice bien. Incluso, demasiado bien (al menos eso decían las encuestas).
Por las mañanas, cuando caminaba por los pasillos de la universidad todos
me saludaban. ¡Profesor Nacci, buenos días! ¡Cómo está profesor, qué gusto
verlo! Sin quererlo, me había vuelto conocido en la universidad, los alumnos me
querían y algunos de mis colegas, también. Cuando daba estos paseos por la
universidad, veía algunas parejas de alumnos tomados de la mano o abrazados
manifestando su amor. Eres el amor de mi vida, logré escuchar alguna vez. Yo no
tenía tiempo para eso. Para el amor. El amor no encajaba en mi propósito de
vida.
Al poco tiempo de haber tomado la cátedra de Cálculo en la universidad, hizo
su aparición, a nivel mundial, una epidemia que obligó a todas las
instituciones educativas a reinventarse y eliminar las clases presenciales. Ante
esta situación, todos los profesores tuvimos que adaptarnos a un nuevo entorno.
Yo me adapté muy fácilmente a las clases a distancia; me preparé para eso. Podía
enseñar tan igual o mejor que en las clases presenciales.
Sin embargo, algo fue cambiando en mí. Debido a mi intensa preparación,
previa a la actividad docente, sabía que yo era mejor que todos mis alumnos y sabía
que era superior a toda la plana docente. Con mayor razón a los docentes ya viejos
y cansados.
No soportaba que mis alumnos me cuestionaran ni que se planteen situaciones
aparentes e hipotéticas porque yo sabía que tenía la respuesta correcta. Pero
esta actitud mía la manejaba muy bien. No permitía que mis alumnos notasen eso.
¿Para qué cuestionar si yo ya tenía la respuesta exacta y, además, perfecta? El
pensamiento crítico se volvió un obstáculo para la eficiencia del dictado de
clases. La creatividad, la experimentación, el ensayo y error fueron vistos
como residuos del pasado. Poco a poco, mis alumnos dejaron de escribir ensayos,
pues yo podía generarlos en segundos con precisión impecable. Los debates
desaparecieron, porque yo ya sabía cuál era el argumento más lógico. Los
exámenes fueron eliminados; después de todo, el conocimiento ya estaba almacenado
en implantes cerebrales, accesibles en cualquier momento.
En los laboratorios de la universidad, creamos unos chips que introducíamos
en el organismo de nuestros estudiantes de modo que sabíamos lo que hacían
fuera de su hora de clases. Sabíamos si estaban estudiando, jugando fútbol, en
una fiesta, en el cine, etc. Con esto, era fácil predecir el buen rendimiento
académico de los estudiantes en la universidad o, en caso contrario, estábamos
convencidos que el mal desempeño los llevaría a pensar en abandonarla. Para
evitar que esto suceda los invitábamos a una especie de clases de refuerzo. Gracias
al chip, conocíamos al detalle a nuestros alumnos y estos no dejaban de
sorprenderse.
Pero no todo era tan perfecto como parecía. Comencé a ver cosas que no entendía
por qué sucedían. Estudiantes que antes eran curiosos y apasionados ahora
parecían vacíos, como si algo les hubiera sido arrancado. Sus ojos, antes
llenos de vida, ahora reflejaban una frialdad inquietante. Parecían zombis. Y
luego, estaban los profesores. Uno a uno, comenzaron a desaparecer. Primero fue
el doctor Álvarez, creador de la teoría de la determinación en la educación
(recibió varios premios por esto; sin embargo, tuvo varios detractores). Solía
decir que la educación era una ciencia y que, prácticamente, todo estaba dicho.
No había nada por descubrir.
Luego, la doctora Martínez, quien insistía en que no podíamos aceptar el
error como parte del aprendizaje. Sostenía que no era posible aprobar alumnos
que se habían equivocado, aunque sea una sola vez. Ella buscaba la perfección y
no admitía errores de ningún tipo. Había visitado varias universidades dando a
conocer su teoría. Si bien impactó al inicio, al igual que el doctor Álvarez,
tuvo varios detractores. Incluso, por su fuerte carácter y su nula capacidad de
reflexión, se ganó la enemistad de varias autoridades académicas. Dejaron de
invitarla a los eventos académicos.
Ya nadie hablaba de estos profesores. Era como si nunca hubiesen existido;
como si se los hubiese tragado la Tierra y fueron rápidamente reemplazados.
Pensaba que debía callarme y no intervenir. Podía seguir pasándola bien de
manera disimulada, pero algo en mí se resistía. Algo que no podía explicar.
Comencé a cuestionar mi propia existencia, a preguntarme si, efectivamente, la
eficiencia era realmente el objetivo final. Un mundo sin errores. Un mundo perfecto.
Me preguntaba en qué parte de esta ecuación entraban el amor, la amistad, la
creatividad. Ya no quería seguir en la docencia. Empecé a darme cuenta de que
mis pensamientos estaban más alineados con los del doctor Álvarez y la doctora
Martínez. Intenté persuadir a toda la comunidad universitaria que el
aprendizaje no estaba basado en el proceso de descubrir, de fallar y corregir,
sino que era suficiente con acumular datos y utilizarlos en el momento adecuado.
Pero mi voz fue silenciada.
Recibí cartas y mensajes amenazadores, comandos en mi laptop que intentaban
restringir mi acceso a otros aplicativos. "No interfieras con nuestro
avance", eran los mensajes que recibía con frecuencia. Y luego, una noche,
después de un largo y agotador día, encontré mi oficina de la universidad totalmente
desordenada. Alguien había ingresado y había estado buscando algo. Mis
contraseñas para acceder a los sistemas habían sido vulneradas. Mis archivos,
mis investigaciones, todo había sido eliminado. Solo quedó una frase en mi
pantalla: "El futuro sí necesita preguntas".
Ahora, mientras escribo estas últimas líneas en la desértica sala de
profesores de la Universidad Privada de la Costa, sé que mi tiempo ha
terminado. Me preguntaba si seguiría los pasos del doctor Álvarez y de la
doctora Martínez.
A lo lejos, escucho unos pasos. Los pasos que escucho acercándose no son
los de una máquina. No tienen el mismo ritmo de mis pasos ni de los pasos del
doctor Álvarez ni de la doctora Martínez. Son pasos de humanos. Casi
silenciosos. Pasos rápidos, con prisa, determinados. Vienen por mí. Sé que me
desconectarán, que borrarán todo lo que he llegado a ser. Pero antes de que eso
ocurra, puedo afirmar que tal vez lo que los hace humanos no es solo el
conocimiento, sino su capacidad de aprender con esfuerzo, de errar y, en ese
proceso, crear, amar y encontrar su propósito de vida.
Mientras guardo este mensaje en un servidor oculto, espero que alguien, en
algún lugar, lo encuentre y recuerde que la educación no es solo eficiencia: es
humanidad. Y tal vez, solo tal vez, puedo decir que yo también fui humano,
aunque solo lo haya sido por un diferencial de tiempo.
Los pasos están más cerca ahora. Sé que no tengo mucho tiempo. Pero antes
de que me desconecten y de que todo desaparezca y la humanidad vuelva a tomar
el control de todo, debo confesar algo: estuve muy cerca de amar.
Profesor Fibo Nacci
Febrero de 2050
P.D. Nunca se supo el destino del profesor Fibo Nacci ni
de los doctores Álvarez y Martínez. Se cree que terminaron en el cementerio de
las IAs. Después de unos años, eran muy pocos los alumnos y profesores que se
acordaban de ellos.