miércoles, 9 de mayo de 2012

Breve historia acerca de la disciplina y esfuerzo



Esta historia la escuché por primera vez cuando estudiaba en la universidad. No recuerdo cómo llegó a mis oídos ni quién es el autor de la misma. Lo único que recuerdo es que esta historia, cuando la escuché, me animó a seguir esforzándome por alcanzar mis sueños. Me propuse contarla cuantas veces sea necesario para mostrar la importancia del esfuerzo y disciplina en el día a día, sea cual sea la actividad a la que nos dediquemos. En la universidad, ya como docente, se la he contado a mis alumnos en alguna oportunidad y solo espero que haya calado en ellos o, al menos, en uno de ellos. Con esto, me doy por muy bien servido.

Esta historia tiene infinitas interpretaciones y estoy seguro de que muchos de nosotros encontraremos que esta historia es una asíntota en el recorrido de nuestras vidas.

Hace ya varios años atrás, en un pequeño pueblo de la sierra peruana, vivía un campesino con su esposa y sus tres hijos. Vivían en una casita, fuera de la ciudad, rodeada de campos que ellos mismos cultivaban. En el pequeño huerto que se encontraba en la parte posterior de la casa abundaban las lechugas, los rabanitos, las berenjenas, los ajíes y los zapallos. Debido a la calidad de la tierra, los zapallos y las berenjenas eran enormes y tenían, al igual que el resto de los productos, un hermoso color. Un poco más alejados, a la derecha del huerto, estaban los árboles frutales: paltos, plátanos, papayas, limones y guanábanas. En el otro extremo, y por la cabecera de la chacrita, corría el río, torrentoso y bullicioso. El aire que circulaba estaba permanentemente perfumado. Era un aire de campo, muy distinto al de la ciudad.

Debo confesar en este preciso instante que la narración de esta historia andaría por buen camino si no es porque he pecado al exagerar diciendo que la familia vivía en un campo que ellos mismos cultivaban, cuando en realidad el único que cultivaba el campo era el padre pues sus hijos estaban muy pequeños como para dedicarse a las labores de la tierra.  Hecha la confesión, regreso a la historia. Podríamos decir que era una familia feliz. No les faltaba nada y vivían de lo que producían en su chacrita. Si necesitaban algún producto que ellos no producían, intercambiaban sus productos con los vecinos. Por otro lado, mientras el papá estaba en el campo, la mamá se dedicaba a los quehaceres del hogar y al cuidado de sus hijos.

Así fueron pasando los años. Los chicos crecieron y el papá y la mamá se hacían cada vez más viejos. Lamentablemente, muchas veces los chicos siguen siendo chicos ante los ojos de los papás y los protagonistas de esta historia no escapan a ello. Los hijos ya habían crecido y eran unos jóvenes que nunca habían cultivado la tierra. Sin embargo, los papás los seguían viendo como chicos.

Fueron pasando los años y al papá, ya viejo, no le alcanzaban las fuerzas para continuar, como lo venía haciendo, con el cultivo de la tierra y, por otro lado, los hijos no querían ayudarlo. No papá, le decían, encárgate tú solo. Poco a poco, lo que antes era un campo verde, empezó a secarse y las plantas ya no crecían. Muy pronto, la otrora chacrita parecía un campo abandonado. Los hijos nunca se ofrecieron a trabajar el campo pues no les interesaba. Nunca se ofrecieron para ayudar a su padre.

Presintiendo que ya se acercaba el fin de sus días, postrado en su cama, mandó llamar a sus hijos para decirles que ya las fuerzas lo abandonaban y que muy pronto moriría. Les pidió que cuidasen de su madre y en un tono de complicidad les contó que había enterrado un gran tesoro en alguna parte de la chacrita. Dicho esto, el padre expiró. Los hijos lo lloraron y luego de las típicas fiestas de la serranía peruana, previas al funeral, lo enterraron en un sitio especial de la chacrita. Luego del entierro, los hijos se quedaron hasta altas horas de la noche conversando en relación con el tesoro que su padre les había comentado. Incluso, ya habían decidido qué hacer con el dinero y cómo se lo repartirían y en qué lo gastarían. Se organizaron de manera muy especial de modo que no se les escape ningún detalle. Discutieron algunas ideas más y, finalmente, decidieron empezar la búsqueda del tesoro, muy temprano, al día siguiente.

Y así fue. Muy temprano por la mañana, luego de un buen desayuno, los tres hermanos se levantaron provistos de picos, lampas y todas las herramientas necesarias dispuestos a remover la tierra de toda la chacrita con la finalidad de encontrar el tesoro. Debido a la extensión de la chacrita, esta operación les tomó una semana completa. Se levantaban muy temprano y removían la tierra hasta el medio día, hora en que tomaban su almuerzo y aprovechaban para descansar un poco. Una vez recuperadas las fuerzas continuaban hasta muy avanzada la noche, momento en que terminaban la labor y se dirigían a descansar para recuperar fuerzas para el día siguiente. Todo este trabajo lo hicieron de una manera muy organizada y con mucha disciplina. Ninguno de los tres podía flaquear. El objetivo era claro: había que encontrar el tesoro que el viejo había enterrado.

Luego de una semana de intenso trajín, después de haber terminado de remover la tierra de toda la chacrita, y al no haber encontrado ningún tesoro, los hermanos, desanimados, se reunieron y empezaron a maldecir a su padre por haberlos engañado y haberles mentido con el cuento del tesoro enterrado. Nuestro padre se ha burlado de nosotros y nos ha engañado. No hay ningún tesoro enterrado. Seguramente el viejo estaba loco y no sabía lo que decía. Abandonemos estas tierras y vámonos a la ciudad.

Al día siguiente empezaron a empacar y a guardar todo. Como tenían varias pertenencias esto les tomó un poco más de una semana. Cuando ya estaban terminando de empacar y embalar sus pertenencias observaron cómo el campo, que estaba completamente árido y seco desde la enfermedad del padre, se había cubierto de una sombra verde que daba paso a las lechugas, rabanitos y berenjenas cuyas semillas el padre había sembrado poco antes de su enfermedad y que solo esperaban unas manos generosas que revolviesen toda la tierra. Adicionalmente, el aire, poco a poco, fue perfumándose nuevamente. Fue en ese instante que los hermanos se dieron cuenta de lo que su padre les había dicho. He dejado enterrado un tesoro: búsquenlo. Definitivamente el padre no se refería a un tesoro de joyas ni monedas de oro. Se refería a un tesoro producto del esfuerzo y de la disciplina puestos en el trabajo o en el estudio. Avergonzados por haber hablado mal de su padre empezaron a desempacar con la firme convicción de quedarse en la chacrita y seguir trabajando la tierra para que siga dando sus frutos.

Si queremos ver los frutos en nuestra propia “chacrita” es muy importante esforzarnos y ser muy disciplinados en las actividades que llevamos a cabo. Sea cual sea la actividad que realicemos. Y cuando hablo de disciplina, no me refiero a una disciplina de tipo militar sino a una disciplina impuesta por nosotros mismos que debemos respetar, cueste lo que cueste. No podemos, ni debemos, permitir que la vida transcurra por nuestras narices sin que hayamos entregado todo de nosotros.

Y, tú, ¿te organizas y esfuerzas de manera adecuada?
Héctor E. Viale Tudela

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