viernes, 14 de junio de 2024

¿ASÍ EMPEZÓ TODO?

 

¿ASÍ EMPEZÓ TODO?

Esto sucedió hace ya varios años (el siglo pasado), en 1979, – pero lo recuerdo como si hubiese sido ayer – cuando por primera vez me paré ante una pizarra – no precisamente por voluntad propia sino impulsado por las circunstancias – para dar clases de matemática y agenciarme, de esa manera, un ingreso económico que me ayudaría con mis estudios universitarios. En ese entonces, mientras cursaba mi primer ciclo en la universidad, apoyaba a Don Vicente en su academia preuniversitaria, en San Antonio, Miraflores.

Don Vicente vivía junto con su familia – su esposa y sus ocho hijos – en la cuadra cuatro de la calle General Silva en el barrio de San Antonio. Un barrio residencial, bastante tranquilo, en el cual era frecuente ver a los niños jugando a la pelota o montando bicicleta bajo la atenta mirada de sus nanas. Don Vicente vivía en una casa bastante grande de dos pisos la cual él había ambientado como academia para dar clases principalmente de matemática, física y química a todos aquellos que querían postular a la universidad. Las aulas estaban en el primer piso y él con su familia vivían en el segundo. Las ventanas de la fachada de su casa estaban adornadas – como lo estaba la mayoría de las casas de San Antonio – con varias macetas de geranios rojos, rosados y blancos y el jardín exterior ostentaba una enorme ponciana, tal vez la más grandes de la cuadra.

Yo vivía en la cuadra tres, en la acera de al frente y era amigo de sus hijos mayores: Vicente, Juan, Elisa y Patty. Estudié en el Carmelitas y estando en quinto de secundaria decidí prepararme para postular a la universidad (yo había decidido estudiar ingeniería civil tal vez influenciado por mi abuelo paterno). No lo pensé dos veces y me matriculé en la academia de Don Vicente junto con los “patas” del barrio y varios amigos del colegio: Amador M-R, Felipe G., Toño G., Agustín B., Gonzalo y Gustavo S., Pucho Z., Mario E., Alberto P., Lucho R., Richard S. y varios más que ahora no recuerdo. Luego, cuando ingresé a la universidad, empecé a dar clases de matemática en el mismo local de la academia a algunos alumnos que Don Vicente me conseguía. De esta manera yo me agenciaba algunos soles para pagar las boletas de la universidad, comprarme libros, cubrir los gastos de los pasajes, de las fotocopias, de los almuerzos en el comedor de la universidad y de algunas distracciones como ir al cine o al estadio para ver jugar al equipo de mis amores: Alianza Lima.

Don Vicente era todo un personaje, era el dueño de la academia que preparaba a los alumnos que deseaban estudiar en la Universidad Nacional de Ingeniería (UNI). Él era ingeniero civil, egresado de la UNI, especializado en caminos y carreteras, pero en un momento dado de su vida decidió dedicarse a la docencia en cuerpo y alma. Era su pasión. Él era un hombre con una barriga prominente y de gran tamaño, como su alma. Solía ayudar a los alumnos que no podían correr con los gastos de la academia. Siempre estaba dispuesto a hacerlo (yo fui uno de sus beneficiarios). Tenía una mente lúcida y ágil y le gustaba mucho enseñar el curso de Aritmética. Era una persona muy honesta y transparente, como sus saltones ojos celestes. Solía pasearse por la acera de su cuadra, de esquina a esquina, y le gustaba hacerlo conversando con alumnos y profesores. Yo fui, en varias ocasiones, su interlocutor en esas entrañables caminatas las cuales matizábamos deteniéndonos por algunos minutos bajo la ponciana sobre todo en los días de verano para cobijarnos bajo su sombra. Él acostumbraba también hacer sus caminatas con su compañera de toda la vida: su esposa Doña Elisa.

Su casa siempre tuvo las puertas abiertas para nosotros, de lo cual aprovechábamos Mario E., Amador M-R., Lucho R., Felipe G., Alberto P., Pucho Z. y yo para reunirnos a estudiar en uno de los salones y hacer uso de la pizarra y las tizas (más adelante, ya en la universidad, utilizaría las instalaciones de la academia para estudiar con Richard S. y Julio S.). Sabíamos que estudiando juntos nos ayudaríamos explicándonos entre nosotros algunos temas que unos entendían y otros no. Nos dimos cuenta, también, que estudiar en grupo no anulaba el estudio individual que cada uno de nosotros debía hacer. Esto último enriquecía el estudio grupal y nosotros supimos aprovecharlo. Recuerdo mucho que siempre elegíamos estudiar en el garaje, el cual dejó de serlo desde que don Vicente se mudó a General Silva. Esa cuadra de General Silva estuvo, por varios años, frecuentada por jóvenes adolescentes, ansiosos por ingresar a la universidad. Esa calle de San Antonio se identificaba por la academia de Don Vicente, flanqueada por su inconfundible Ópel azul.

En esa época, para ingresar a la universidad había un único camino: el examen de admisión. Había que prepararse en las academias para rendir dicho examen. En ese entonces, no había más de treinta universidades entre universidades públicas y privadas; siendo mayor el número de universidades públicas (casi el doble que el número de universidades privadas). No existían las universidades con fines de lucro (societarias). Varios de nosotros pensábamos postular a la Universidad Nacional de Ingeniería (UNI), pero una huelga indefinida hizo que algunos cambiemos de rumbo hacia otras universidades. Así fue como Amador M-R., Lucho R., Richard S., Alberto P. y yo giramos hacia la PUCP.

En esa época, las universidades peruanas sufrieron su primera masificación concentrándose casi el 80% de la matrícula en las universidades públicas. En los círculos académicos se originaron los primeros debates entre aquellos que decían que la masificación empobrecía la educación y aquellos que sostenían que la masificación llevaba al progreso porque ensanchaba la clase media. Empezó a dejarse de lado la élite del conocimiento para dar paso al enfoque económico relacionado con la producción y desarrollo de los países.

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