Foto[1]: cortesía de Jimy Chávez
TE CUENTO UN
CUENTO: AL ESFUERZO Y A LA DISCIPLINA… ¿SE LES ACABÓ LA MAGIA?
Héctor Viale Tudela
Esta historia la escuché por primera vez cuando
estudiaba en la universidad. No recuerdo cómo llegó a mis oídos ni quién es el
autor. Lo único que recuerdo es que esta historia, cuando la escuché, me animó
a seguir esforzándome por alcanzar mi sueño de ser profesional. Me propuse
contarla cuantas veces fuese necesario para mostrar la importancia del esfuerzo
y la disciplina en el día a día en la actividad en la que estuviésemos
inmersos. Más adelante, como docente en la universidad, se la he contado a mis
alumnos en alguna oportunidad y espero que haya calado en ellos o, por lo
menos, en uno de ellos. Con esto, me doy por muy bien servido.
He aquí la historia. Había una vez, en un pequeño
pueblo de la serranía peruana, un campesino que vivía con su esposa y sus tres
hijos en una casita alejada de la población y rodeada de tierras que ellos
mismos cultivaban. En el pequeño huerto que se encontraba en la parte posterior
de la casa abundaban las lechugas, los rabanitos, las berenjenas, los ajíes y
los zapallos. Debido a la calidad de la tierra, los zapallos y las berenjenas
eran enormes y tenían, al igual que el resto de los productos, hermosos colores
difícilmente reproducibles en algún lienzo. Un poco más alejados, a la derecha
del huerto, estaban los árboles frutales: paltos, plátanos, papayas, limones y
guanábanas. En el otro extremo, y por la cabecera, corría el río, torrentoso y
bullicioso. El aire que circulaba estaba permanentemente impregnado de un perfume
natural que acariciaba la nariz, henchía los pulmones y se clavaba directamente
en el cerebro. Era un aire rural, muy distinto al urbano.
Debo confesar en este preciso instante que la
narración de esta historia andaría por buen camino si no es porque he pecado al
exagerar diciendo que la familia vivía en un campo que ellos mismos cultivaban,
cuando en realidad el único que cultivaba el campo era el padre pues sus hijos
estaban muy pequeños como para dedicarse a las labores de la tierra.
Hecha la confesión, regreso a la historia.
Podríamos decir que era una familia feliz. No les
faltaba nada y vivían de lo que producían en su huerto. Si necesitaban algún
producto que ellos no producían, intercambiaban sus productos con los vecinos.
Por otro lado, mientras el papá estaba en el campo, la mamá se dedicaba a los
quehaceres del hogar y al cuidado de sus hijos.
Así fueron pasando los años. Los chicos crecieron y el
papá y la mamá se hacían cada vez más viejos. Lamentablemente, muchas veces los
chicos siguen siendo chicos ante los ojos de los papás y los protagonistas de
esta historia no escapan a ello. Los hijos ya habían crecido y eran unos
jóvenes que nunca habían cultivado la tierra. Sin embargo, los papás los
seguían viendo como chicos.
Fueron pasando los años y al papá, ya viejo, no le
alcanzaban las fuerzas para continuar, como lo venía haciendo, con el cultivo
de la tierra y, por otro lado, los hijos no querían ayudarlo. No papá, le
decían, encárgate tú solo. Poco a poco, lo que antes era un campo verde, empezó
a secarse y las plantas ya no crecían. Muy pronto, el otrora abundante huertito
parecía un campo abandonado. Los hijos nunca se ofrecieron a trabajar el campo
pues no les interesaba. Nunca se ofrecieron para ayudar a su padre.
Presintiendo que ya se acercaba el fin de sus días,
postrado en su cama, mandó llamar a sus hijos para decirles que ya las fuerzas
lo abandonaban y que sentía que muy pronto partiría. Les pidió que cuidasen de
su madre y en un tono de complicidad les contó que había enterrado un gran
tesoro en alguna parte del huerto que en ese momento no recordaba. Dicho esto,
el padre expiró. Los hijos lo lloraron y luego de las típicas fiestas de la
serranía peruana, previas al funeral, lo enterraron en un sitio especial del
huerto. Luego del entierro, los hijos se quedaron hasta altas horas de la noche
conversando en relación con el tesoro que su padre les había comentado.
Incluso, ya habían decidido qué hacer con el dinero y cómo se lo repartirían y
en qué lo gastarían. Se organizaron de manera muy especial de modo que no se
les escape ningún detalle. Discutieron algunas ideas más y, finalmente,
decidieron empezar la búsqueda del tesoro, muy temprano, al día siguiente.
Y así fue. Muy temprano por la mañana, luego de un
buen desayuno, los tres hermanos se levantaron provistos de picos, lampas y
todas las herramientas necesarias dispuestos a remover la tierra de todo el
huerto con la finalidad de encontrar el tesoro. Debido a la extensión del
huerto, esta operación les tomó una semana completa. Se levantaban muy temprano
y removían la tierra hasta el mediodía, hora en que tomaban su almuerzo y
aprovechaban para descansar un poco. Una vez recuperadas las fuerzas
continuaban hasta muy avanzada la noche, momento en que terminaban la labor y
se dirigían a descansar para recuperar fuerzas para el día siguiente. Todo este
trabajo lo hicieron de una manera muy organizada y con mucha disciplina.
Ninguno de los tres podía flaquear. El objetivo era claro: había que encontrar
el tesoro que el viejo había enterrado.
Luego de una semana de intenso trajín, después de
haber terminado de remover la tierra de todo el huerto, y al no haber
encontrado ningún tesoro, los hermanos, desanimados, se reunieron y empezaron a
dudar de las últimas palabras de su padre por haberles engañado y mentido con
el cuento del tesoro enterrado. Nuestro padre se ha burlado de nosotros y nos
ha engañado. No hay ningún tesoro enterrado. Seguramente no sabía lo que decía.
Abandonemos estas tierras y vámonos a la ciudad.
Al día siguiente empezaron a empacar y a guardar todo.
Como tenían varias pertenencias y debían dejar todo en orden esto les tomó un
poco más de un mes. Cuando ya estaban terminando de empacar y embalar sus
pertenencias observaron cómo el campo, que estaba completamente árido y seco
desde la enfermedad del padre, se había cubierto de una sombra verde que daba
paso a los almácigos de lechugas, rabanitos y berenjenas cuyas semillas el
padre había sembrado poco antes de su enfermedad y que solo esperaban unas
manos generosas que revolviesen toda la tierra. Adicionalmente, el aire, poco a
poco, fue perfumándose nuevamente. Fue en ese instante que los hermanos se
dieron cuenta de lo que su padre les había dicho. He dejado enterrado un
tesoro: búsquenlo. Definitivamente el padre no se refería a un tesoro de joyas
ni monedas de oro. Se refería a un tesoro producto del esfuerzo y de la
disciplina puestos en el trabajo o en el estudio. Avergonzados por haber dudado
de su padre empezaron a desempacar con la firme convicción de quedarse en el
huerto y seguir trabajando la tierra para que siga dando sus frutos.
De esta historia se pueden desprender varios
aprendizajes. Me quedo con la idea de que si queremos ver los frutos en nuestra
propia vida (“nuestro huerto”) es muy importante esforzarnos y ser
disciplinados en las actividades que llevamos a cabo; fuese cual fuese la
actividad. Y cuando hablo de disciplina, no me refiero a una disciplina como la
que se aplica en la milicia o en los estados eclesiásticos sino a una
disciplina impuesta por uno mismo (autodisciplina) la cual debemos hacer
prevalecer ante cualquier circunstancia.
Lamentablemente, en estos tiempos, el término
“disciplina” no goza de buena fama pues está asociado a aspectos negativos y a
modelos educativos de antaño que se alejaban de los afectos y del respeto al
ser humano. ¿Te animas a revertir esa mala fama?
[1] En la foto, postulantes
preparándose para ingresar al programa de Medicina de la UPC. Saben de la
importancia de la disciplina y el esfuerzo para lograr sus sueños.
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